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Convento de San Diego, donde residía el fraile.
El fraile que sufrió destierro por enfrentarse a los poderes religioso y civil

El fraile que sufrió destierro por enfrentarse a los poderes religioso y civil

El catedrático Andrés Oyola relata como fray Simón, franciscano descalzo del convento de San Diego, desafió a la autoridad para defender a un reo que se había acogido a sagrado

Juan Carlos Zambrano

Martes, 3 de mayo 2016, 18:31

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No se recoge la fecha exacta, pero tuvo que ser a mediados de agosto de 1782 cuando un reo escapa de la cárcel de Fuente de Cantos, cuyo estado propiciaba frecuentes fugas, y se acoge a sagrado en la parroquia, esperando con ello liberarse de la jurisdicción de los tribunales civiles.

Sin embargo, en la noche del 21 de agosto, tras obtener permiso del vicario de Tudía, Ignacio González, el alcalde Juan Tirado manda fuerzas para entrar en la iglesia y prender al preso fugado y devolverlo a prisión. Al enterarse de lo ocurrido, fray Simón de la Concepción, franciscano descalzo del convento de San Diego, entiende que se ha violado la inmunidad del templo, y apunta: y desde el día en que acaeció el caso, no tengo sosiego ni la mejor salud porque me duele mucho mi Madre la Santa Iglesia, cuyos fueros veo violados por quienes deberíamos ser centinelas de sus fueros.

No se conforma el fraile con el lamento y da un osado paso: convocar al vicario y al alcalde el 25 de agosto. Ninguno se presenta y fray Simón acude a casa del alcalde y le advierte de las consecuencias de su actuación. Éste replica que cuenta con la autorización del vicario. El fraile, tras asesorarse, envía una durísima carta al vicario el 27 de agosto, en la que, después de recordarle que ha violado las disposiciones del Papa Clemente XIV en cuanto a los privilegios de inmunidad, dicta sentencia por su cuenta en términos muy severos: Todos cuantos fueron cómplices en el caso citado de la manera expresada deben tratarse como excomulgados e incursos en las demás penas establecidas en derecho contra los violadores de la inmunidad eclesiástica.

Lógicamente al vicario no le gusta nada el tono, y en vez de explicar el porqué de su actuación, abre proceso contra el fraile. Apela éste al Consejo de Órdenes, aprovechando el presidente de dicho consejo, el Conde de Baños, está en Badajoz para asistir al paso de la Reina Madre de Portugal por la capital pacense. A él entrega un escrito en el que asegura ser víctima de una conspiración de ciertos poderes eclesiásticos y civiles que quieren evitar que los religiosos en clausura alcen la voz y saquemos las cosas al público cuando lo exija la necesidad y lo pidan las leyes de la caridad cristiana.

Si fray Simón esperaba respaldo, se encuentra con lo contrario: la Fiscalía de la Vicaría y el Consejo de Órdenes emiten dictámenes donde consideran su actitud imprudente fruto de un falso celo y un mal conocimiento de los cánones de la Iglesia. Incluso el inquisidor de Llerena interviene para apuntar al fraile, eso sí, en tono casi paternal, que ni sabe lo suficiente de derecho de asilo para interpretarlo ni puede dar por excomulgado a nadie, y desliza una, poco velada, amenaza al advertir al fraile: si no se sepulta el asunto, las consecuencias serán sonrojantes para Vuestra Merced y de poca satisfacción para su Provincia

Mientras, el Consejo de Estado pide que se sobresea el caso y, para restablecer la autoridad del vicario, se destierre a fray Simón de Fuente de Cantos, orden que cumple con gran satisfacción y diligencia la Vicaría. Caso cerrado.

Pero ¿quién tenía razón en este pleito? El propio Andrés Oyola reconoce que es difícil de establecer, puesto que para ello habría que ser muy experto en historia del derecho jurídico y canónico. Lo relevante del caso es su carácter singular: los choques entre poder eclesiástico y secular por el derecho de asilo eran frecuentes, pero no los conflictos en los que un religioso se enfrentase a ambos poderes.

Aquí bien pudo primar el corporativismo del estamento eclesiástico, que no podía tolerar el tono en el que el fraile se dirigió al vicario, y también el interés por mantener buenas relaciones con el poder civil en unos años en el que éste, por impulso de la Casa de los Borbones, venía recortando las potestades de la Iglesia en ciertos asuntos, como el de la aplicación de las leyes para cuestiones no religiosas.

No en vano, el derecho de asilo había sido recortado ya notablemente. En sus momentos álgidos, abarcaba cualquier edificio bajo competencia de la Iglesia (cementerios incluidos) y bastaba tocar la pared del inmueble (como en el juego de rescate) para acogerse a sagrado. Luego se limitaron tanto los edificios donde se podía dar asilo (en el momento en que sucede el caso este derecho se limita a la propia parroquia) como los delitos por los que se podía solicitar: se excluyeron los asesinatos con premeditación y los delitos cometidos dentro del propio templo. Doce años después de este caso, el derecho se restringiría aún más, cuando Carlos IV dictaminó que solo podía otorgarse en los casos de defensa propia. Además, en caso de discrepancia, el poder civil podía capturar al acusado dentro de la iglesia y meterlo en la cárcel hasta que se tomase una decisión, con el fin de evitar fugas o que continuase delinquiendo.

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